6 de diciembre de 2023
Una corta reflexión sobre flexibilización y desregulación ambiental. Caso Colombia
La flexibilización y desregulación ambientales, entendidas respectivamente como la reducción y eliminación de requisitos necesarios para acceder al uso y aprovechamiento de los recursos naturales renovables o intervenir elementos ambientales, parecen ser procesos recurrentes que siguen al nacimiento del moderno derecho ambiental, luego de la promulgación de la NEPA (National Environmental Protection Act) en Estados Unidos en 1970.
Por: Javier Molina Roa
La profusión de normas ambientales a finales del siglo XX, fenómeno extendido a nivel mundial, se consolidó con la creación de estatutos jurídicos con fines de protección y conservación y la introducción del medio ambiente como un derecho en las Constituciones, proceso que operó de manera paralela a la modernización ecológica del Primer Mundo, que impulsaba el uso de la ciencia, la tecnología y el conocimiento industrial para la solución de problemas ambientales derivados del desarrollo económico, a la vez que buscaba el diseño y expedición de normas negociadas entre el sector público y privado.
Colombia no fue ajena a este proceso; en 1968 se había creado el Institutito Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente –INDERENA– y poco después se expidió la Ley 23/73, consagrando principios rectores de la gestión ambiental, así como el Decreto Ley 2811/74, que estableció lineamientos para el manejo de la oferta natural del país, suelos, aguas, bosques, áreas protegidas, cuencas hidrográficas, entre otros. En las siguientes décadas, ha tenido lugar una enorme producción normativa, estimulada por la firma de la Declaración de Rio de Janeiro y por una especie de “entusiasmo ambientalista” de sectores gubernamentales y privados, con lo cual se logró impulsar un enfoque de comando y control que busca administrar, proteger y conservar los recursos naturales renovables, a través de autorizaciones, permisos y concesiones y procesos sancionatorios, modelo predominante en la actualidad, complementado con instrumentos económicos como tasas retributivas, por uso y compensatorias y, en casos excepcionales, con enfoques regulatorios consensuados, como los Convenios de Producción más Limpia y las Guías Ambientales, instrumentos implementados con escaso éxito a principios del siglo XXI.
Sin embargo, este impulso regulador, ad portas de cumplir 50 años, ha experimentado grandes desafíos representados en la necesidad del desarrollo de las regiones, a través de infraestructura de transporte, generación y trasmisión de energía, exploración/producción de hidrocarburos y minerales, petroquímicas, agroindustria, ganadería, entre otros, factores tensionantes en materia ambiental. Por otra parte, la capacidad de coordinación y respuesta de la institucionalidad ambiental sigue siendo deficiente y no logra cumplir con los cometidos del Sistema Nacional Ambiental y de las políticas y normas ambientales, tal como lo reportan los análisis de organismos independientes y de entidades gubernamentales, como la Contraloría General de Nación, con su Informe Anual del Estado de los Recursos Naturales y del Ambiente.
La flexibilización de normas ambientales, como la conocemos en el país, ha tenido su principal y más temprana manifestación en el proceso de licenciamiento ambiental; son numerosos los intentos de reducir exigencias normativas y de procedimiento para este instrumento que datan casi del mismo inicio de la reglamentación de la Ley 99/93. Ya en el año 1995, el Decreto 2150 buscó reducir los casos en que debía ser exigible la licencia y limitar las funciones de control y vigilancia ambiental, si bien tales disposiciones fueron declaradas inexequibles por la Corte Constitucional en la sentencia C-466/96. Otro ejemplo claro de flexibilización fue el Decreto 883 de 1997, que redujo trámites de licenciamiento de proyectos minero-energéticos y de infraestructura entre otros, apelando al Documento de Evaluación y Manejo Ambiental –DEMA–, cuya sola presentación ante la autoridad ambiental bastaba para dar inicio al proyecto obra o actividad sin ser objeto de una evaluación previa, siendo declarado nulo por el Consejo de Estado, en dos fallos del año 1998. El Decreto 1728 de 2002 redujo casi en un 45% los proyectos, obras y actividades sujetos a licenciamiento ambiental, decisión que suele ser analizada desde dos ópticas; la primera, como ejemplo de desregulación que favoreció al sector regulado en perjuicio del medio ambiente, y la segunda, como estrategia normativa que contribuyó a la descongestión de miles de trámites represados en las autoridades ambientales regionales y contrarrestó los excesos de su facultad discrecional frente a proyectos considerados de bajo impacto, como bien lo mostró la Procuraduría General de la Nación en un informe del año 2007.
A lo largo de 30 años, la reglamentación en materia de licenciamiento ambiental ha sido modificada más de 12 veces, dando en algunos casos un enfoque más amplio a la evaluación de impacto ambiental, convirtiéndola en un instrumento integrador (consulta previa, prospección arqueológica, valoración económica ambiental, ordenamiento ambiental territorial, cambio climático); en otros, se han reducido notoriamente los términos para la evaluación, que a juicio de algunos han flexibilizado y debilitado el proceso de identificación y valoración de impactos. Según un informe de la Contraloría General de la Nación de 2017, dicho término se había reducido de 225 a 63 días entre 1993 y 2015.
Si bien los críticos de la gestión ambiental pública en Colombia, apuntan principalmente a que la flexibilización y/ la desregulación normativa se han visto reflejadas en el licenciamiento ambiental, actualmente se evidencia cierto grado de preocupación entre algunas autoridades ambientales, con las recientes normas que modificaron o suprimieron requisitos para el aprovechamiento de recursos naturales renovables estratégicos para el país, como el forestal e hídrico, trámites instituidos hace décadas, que no habían sufrido mayores cambios en cuanto a su exigencia y procedimiento. Es así como el Decreto 1532 de 2019, eliminó el requisito de permiso de aprovechamiento forestal para cercas vivas, barreras rompevientos y especies frutales; la Resolución 1256 de 2021 redujo las exigencias para reuso y recirculación de aguas residuales, y la reciente Ley 2294 de 2023 (Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026), eliminó la concesión de aguas para comunidades organizadas, con requerimientos de caudal inferiores a 1,0 lps, para “consumo humano” en el sector urbano y para “subsistencia” en áreas rurales. Esta misma ley elimina el Programa de Uso Eficiente y Ahorro del Agua-PUEAA y la autorización sanitaria, como requisitos previos para el otorgamiento de la concesión de aguas a comunidades organizadas que requieran el recurso para uso doméstico con caudales entre 1,0 lps y 4,0 lps, y permite el reúso de aguas residuales domésticas tratadas en actividades industriales y agrícolas sin contar con concesión, sin hablar de la denominada “concesión forestal campesina”, figura prevista en la citada ley, que garantiza el derecho de uso persistente del recurso forestal y la biodiversidad a comunidades en predios baldíos localizados dentro de la Reservas Forestales Nacionales de la Ley 2º /59, hasta por un término de 30 años, bajo el “acompañamiento” del Estado, en un ejemplo de flexibilización normativa que apela a criterios de organización comunitaria, conciencia ecológica y gestión ambiental compartida y se condiciona a acuerdos entre autoridades ambientales y campesinos. Por otro lado, se encuentran fallos como la sentencia C-145/2021, en el que la Corte Constitucional intenta poner freno a una tendencia bastante arraigada entre las autoridades ambientales (imposible de manejar con la estrategia de los Formularios Únicos Nacionales de solicitud de Permisos, Concesiones y Licencias Ambientales, iniciada en el 2005), consistente en la exigencia de variados requisitos técnicos y jurídicos adicionales a los previstos legal y reglamentariamente para dar inicio a los trámites administrativos ambientales.
En concepto de funcionarios de las autoridades ambientales, algunos de los cuales son partidarios de la no difusión de estas nuevas normas entre la ciudadanía, sector privado y comunidades, la desregulación o la flexibilización de requisitos, para algunos aprovechamientos forestales y la utilización de aguas públicas, constituye un gran retroceso en el grado de protección ambiental alcanzado a lo largo de décadas de trabajo técnico y jurídico, lo que permitiría la libre utilización de elementos ambientales estratégicos para las regiones y el país y su irremediable deterioro. Por otra parte, se habla mucho de “una pérdida de control” de la Administración sobre los recursos naturales renovables, al no poder ejercer la evaluación técnica y seguimiento sobre su uso, aprovechamiento y afectación, pues las nuevas normas limitan el campo de acción técnico y jurídico de la autoridad ambiental y le impiden aplicar medidas preventivas y sancionatorias, propias del esquema de comando y control del cual se tienen múltiples variantes en el país, a partir de diversas interpretaciones técnicas y normativas.
Sin ánimo de hacer una crítica abierta del modelo de gestión del Sistema Nacional Ambiental y de la eficacia en el cumplimiento de las funciones previstas en la Ley 99/93, surge la duda sobre si las autoridades ambientales del país realmente han tenido alguna vez el “control” efectivo sobre el uso de los recursos naturales renovables y han establecido niveles de gobernanza ambiental en el territorio, que les permitan garantizar que la administración de los recursos naturales renovables cumple con las metas de las políticas ambientales y puede afrontar con éxito un enfoque flexibilizador o desregulador que son vistos con mucho recelo. No se trata de poner en cuestión el trabajo realizado a lo largo de más de 70 años, desde que el modelo de gestión ambiental basado en la autonomía regional fue implementado, sino de encontrar elementos que permitan analizar un fenómeno estructural, como es la dificultad en materia de uso y manejo del capital natural del país y cuáles serían los factores que impiden o dificultan este “control ambiental”, que reclama para sí el Estado administrativo ambiental colombiano.
Si bien existen algunos estudios realizados hace más de 15 años por consultores extranjeros, organizaciones como el Foro Nacional Ambiental, la academia e investigadores independientes y los de organismos de control y vigilancia (que se basan principalmente en la información aportada por las mismas autoridades ambientales), no se tienen otras referencias importantes, que más allá de llevar a cabo el análisis de indicadores de gestión frente a las metas de las políticas ambientales, Planes de Gestión Ambiental Regional, Planes de Gestión Cuatrienal y los indicadores establecidos por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, o hacer la conocida crítica sobre el manejo político, corrupción y debilidad institucional de las autoridades ambientales, profundicen en factores, sociológicos, económicos y culturales que influyen directamente sobre la gobernanza ambiental regional, o inciden en las conductas de los individuos frente al cumplimiento de las normas ambientales, sin dejar de lado elementos de análisis institucional como la organización interna e interacción entre entidades del SINA, ya sea el MADS y Corporaciones o entre estas y las entidades territoriales, comunidades y el sector privado, aspectos fundamentales pero poco estudiados, que tienen impacto directo en la aplicación y cumplimiento de las normas ambientales y por ende en el manejo de fenómenos jurídicos como la flexibilización y desregulación, que parecen emerger nuevamente en el derecho ambiental colombiano.